Estados Unidos, Reino Unido y Francia
atribuyen al gobierno sirio la masacre perpetrada en la Ghouta, en las afueras
de Damasco, el 21 de agosto de 2013, mientras que Rusia e Irán culpan a la
oposición armada. Pero todo el mundo parece haber olvidado que las armas
químicas fueron ampliamente utilizadas durante la agresión iraquí contra Irán
(1980-1988) y que aún existen en los arsenales de Estados Unidos y Rusia,
a pesar de que ambas potencias se comprometieron a destruirlas antes de 2007.
Lo más interesante es que la Convención sobre las armas químicas
prohíbe sólo su uso directo contra los seres humanos, ignorando así el
mayor caso de guerra química de toda la Historia, que fue el uso del defoliante
«agente naranja» en
Vietnam… por Estados Unidos.
Los gases de combate afectan a las víctimas a través de los pulmones y a través de la piel. Únicamente las personas que portan simultáneamente máscaras antigás y trajes herméticos tienen posibilidades de sobrevivir. En caso de contaminación, es necesaria la administración inmediata de un antídoto adecuado (generalmente una mezcla de atropina y avizafon) y proceder al lavado del cuerpo.
El bombardeo
político-mediático sobre el tema de las armas químicas de Siria, utilizadas
–según las «pruebas» secretas de la CIA– por las fuerzas
gubernamentales, genera en el público la impresión de que Siria es hoy en día
el único país que posee ese tipo de armas y que amenaza con ellas al resto del
mundo. Tal es el poderío de las armas de destrucción masiva, capaces de
focalizar la atención de la opinión pública sobre un tema en particular
haciendo desaparecer así todo lo demás.
Fue Alemania el
primer país que utilizó armas químicas, en 1915-1917: cloro líquido,
fosgeno y posteriormente el gas vesicante [o sea, capaz de causar una
irritación irreversible que afecta la piel, los ojos y las mucosas] y
asfixiante conocido comogas mostaza (o yperita). En respuesta,
Gran Bretaña y Francia también comenzaron a fabricar ese gas letal. El gas
enervantetabún, que provoca la muerte por asfixia, fue descubierto
en 1936 por investigadores de la firma alemana IG Farben, la misma
que produjo el zyklon B utilizado en las cámaras de gas. En
1936, Italia utilizó en Etiopia armas químicas, que ya había empleado en Libia
en 1930. En Alemania se produjeron agentes químicos más letales aún: el gas sarín y el somán.
Hitle no utilizó esos gases. Al principio de la guerra no lo hizo
probablemente por temor a la respuesta de Estados Unidos y
Gran Bretaña, que disponían de grandes arsenales químicos,
y al final porque no le quedaban suficientes aviones.
Durante la guerra
fría, la carrera armamentista en materia de armas químicas se aceleró con el
descubrimiento del más toxico de los gases enervantes –el VX– cuya producción comenzó
en 1961, en Estados Unidos. Se produjeron así las primeras armas
químicas binarias: proyectiles, bombas y cabezas de misiles que contienen dos
componentes químicos relativamente inofensivos cuando están separados, pero que
al mezclarse durante la trayectoria se convierten en una sustancia toxica.
Estados Unidos y la URSS acumularon los arsenales químicos más grandes y
más letales. Pero el «club químico» se expandió rápidamente con la
entrada de otros países.
Con el fin de la
guerra fría se puso en vigor, en 1997, la Convención sobre las armas
químicas, que prohíbe el uso de ese tipo de armas y reglamenta la destrucción
de los arsenales que ya existían. Sin embargo, 16 años más tarde, ni
Estados Unidos ni Rusia han destruido aún la totalidad de sus arsenales
porque no han mantenido los ritmos preestablecidos.
Según los datos
oficiales, Estados Unidos conserva cerca de 5 500 toneladas de armas
químicas. Rusia tiene mucho más, cerca de 21 500 toneladas que heredó con
los arsenales soviéticos. Sin embargo, una evaluación simplemente cuantitativa
resulta engañosa: Estados Unidos, Rusia y otros países tecnológicamente
adelantados mantienen la capacidad de fabricar armas químicas binarias
sofisticadas y siguen combinando sus maniobras de guerra nuclear con las de
guerra química. Pero aún si juzgásemos únicamente el aspecto cuantitativo de la
cuestión veríamos que Estados Unidos –el país que encabeza la campaña
contra las armas químicas de Siria– posee cerca de 6 veces más armas químicas
que ese país árabe. En efecto, según un estimado de la inteligencia francesa,
probablemente inflado, Siria tendría alrededor de 1 000 toneladas de
agentes precursores químicos, o sea sustancias que pueden servir para fabricar
armas químicas.
¿Y por qué Siria no
había firmado la Convención sobre las armas químicas? La respuesta es muy
sencilla: porque Israel dispone de armas atómicas que apuntan hacia Siria. Y
eso no es todo. Desde los años 1960, Israel también se ha dotado de un
sofisticado arsenal de armas químicas. Pero, al igual que su arsenal atómico,
el arsenal químico israelí es secreto ya que Israel se limitó a firmar la
Convención sobre las armas químicas, pero nunca la ratificó. Según un
artículo de la revista Foreign
Policy, basado en un documento de la CIA, el Centro de Investigación
Biológica de Israel realizó profundas investigaciones sobre las armas químicas
y ese tipo de armas fue producido y almacenado en el desierto del Neguev, en
Dimona, donde también se producen armas nucleares. Hasta el Jerusalem Post así lo reporta. Incluso suponiendo que
Israel no haya conservado ese arsenal, escribe la revista especializada Jane’s Defence Weekly, de todas
maneras posee las capacidades necesarias para «desarrollar en unos meses un
programa de armas químicas ofensivas». Lo cual explica por qué Egipto
tampoco ha firmado la Convención sobre las armas químicas.
Si
Estados Unidos e Israel nunca han violado oficialmente la prohibición
del uso de armas químicas es porque el agente químico naranja a base de dioxina
–masivamente utilizado por Estados Unidos en Vietnam– y las bombas
químicas de fósforo blanco –utilizadas por Estados Unidos en Irak,
Yugoslavia, Afganistán y Libia, y también utilizadas por Israel en la franja de
Gaza– no están incluidas en la Convención sobre las armas químicas.
Quizás eso sirva de
consuelo a las familias que han visto nacer a sus niños con malformaciones
causadas por el agente naranja o morir quemados por el fósforo blanco.
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